Teoría monteverdi

EL ORFEO DE MONTEVERDI

Por Sophie Roughol. Traducción de Beatriz M. del Fresno


¿La primera ópera? Así se presenta generalmente el Orfeo de Monteverdi. Los espíritus ordenados quieren poner un comienzo, y hasta un fin, a todas las cosas. 

La fecha de su representación, 1607, parece reconfortante: comienzo de un siglo, de un género, nacimiento de una nueva era musical que no parece todavía agotada, pese a las dificultades de la creación lírica en este final del siglo XX. 

Pero al afirmar esto se siente una cierta inquietud ante las trampas de una ordenación demasiado perfecta: ¿Existe la generación espontánea de un modo más claro en música que en biología? ¿Qué es la ópera? ¿Qué tienen en común L’Orfeo, Don Juan, el Anillo y Wozzeck? ¿El canto? ¿La forma? ¿El drama? Ninguno de los elementos por separado, pero sí en conjunto. 

Al lograr por primera vez (¿absolutamente la única vez?) un modo de convergencia entre el relato dramático, la expresión melódica continua y la arquitectura formal, resulta que Monteverdi es, desde luego, el primero en escribir una verdadera ópera.
Monteverdi, “artífice de lo nuevo” 

Así fue bautizado el músico por Artusi, un compositor que sólo pasó a la posteridad por sus amenazantes intrigas contra Monteverdi. ¿Qué estaba ocurriendo para provocar la ira del canónigo hasta ese punto? Simplemente había aparecido una nueva expresión musical. Sucedía también que a finales del siglo XVI algunos intelectuales y artistas especulaban en los cenáculos florentinos sobre los méritos respectivos de la tragedia y la música de la Grecia antigua. Uno de ellos, Jacopo Peri, justo en el cambio de siglo, después de Dafne había creado una Euridice asombrosa, aunque a veces monótona, para las bodas de Enrique IV y María de Médicis: primera tentativa de dramma per musica, si no primera ópera. Primera narración enteramente musical, en lugar de la sucesión de madrigales independientes representados hasta entonces en esas veladas principescas. Monteverdi, a quien Artusi no se atreve a designar por su nombre en sus diatribas, sigue el movimiento, y Artusi se irrita. ¿Contra quién? Contra un genio excepcional, el único capaz de unir tradición y modernidad apartándose tanto de los hábitos como de los nuevos dogmas, y que funda de ese modo una nueva época. 
El período que nos ocupa, los últimos años del siglo XVI y los primeros del XVII, es de una relativa estabilidad política, antes de la turbulenta Guerra de los Treinta Años. La riqueza permite a las ciudades y cortes italianas (excepto Roma, garante de la tradición) entregarse a la efervescencia del espíritu y de los sentidos. Si Venecia es opulenta, no lo es menos Mantua, sin dejar de vigilar celosamente a Florencia. La música profana es el escenario principal de las competiciones estéticas. Al lado de la villanela y la canzonetta, el madrigal polifónico se libera de las ataduras contrapuntísticas mediante la audacia de las modulaciones y de las expresiones, visionarias en Gesualdo, pastorales en Marenzio. El cromatismo pulveriza la modalidad y crea nuevas relaciones armónicas, el centro de gravedad de la polifonía se desplaza del tenor (el tenor medieval) hacia la voz superior, enseguida compensada por un bajo que pronto será “continuo”. El texto poético, florón del humanismo neo-antiguo, determina desde entonces por su prosodia la estructura misma de la melodía, su presencia impone la necesidad de hacer inteligible el discurso musical, a menudo tendente a la homofonía. Es cierto que el contrapunto tradicional domina todavía en la música religiosa. Pero observemos las fechas: en Roma mueren Lasso y Palestrina en 1594; en Venecia, Willaert ha desaparecido hace tiempo (1562) y Zarlino le sigue en 1590. De otro lado, en Mantua publica Monteverdi en 1592 su Tercer Libro de Madrigales. Y en las tribunas de San Marcos, Gabrieli, que muere en 1612, embriaga a los oyentes con los fastos de un estilo instrumental en pleno esplendor. 
La libertad de Monteverdi ante esta agitación estética es fascinante. Músico en la corte de Mantua, acompaña a su patrón en las campañas europeas. Formado en el viejo contrapunto franco-flamenco, atento a las especulaciones teóricas de los florentinos sobre el recitar cantando, marcado por el anhelo de simplicidad de su maestro Ingegneri, contemporáneo del nacimiento del drama musical religioso en Roma, (el oratorio, con la Rappresentatione di Anima et di Corpo de Cavalieri en 1600), Monteverdi conoce también las obras de la Academia de Baïf y la música medida al estilo antiguo. En el cuarto libro de madrigales, y sobre todo en el quinto, Monteverdi multiplica las audacias cromáticas y armónicas, y se orienta claramente hacia el bajo continuo. Al mismo tiempo asegura la necesaria garantía teórica a sus atrevimientos en el prefacio del Quinto Libro, y después en el de los Scherzi Musicali de 1607 bajo la pluma de su hermano. 1607 es el año de L’Orfeo. La genialidad de Monteverdi consistirá en retomar a su manera todos los medios expresivos tradicionales y nuevos, organizándolos a continuación exclusivamente al servicio de la lógica dramática. Su confrontación permanente crearía un irresistible sentimiento de perfección y audacia. Cada elemento en su lugar, en el momento necesario para una expresión lo más natural posible de las turbulencias del alma, pues Orfeo supone el reconocimiento de la primacía del individuo sobre el mundo entero, sea el de los dioses... o el de los canónigos.
La elección de Orfeo 

Orfeo ha sido muy útil para las revoluciones dramático-musicales: Peri, Monteverdi, Gluck... ¿Offenbach? Más allá de la boutade, esta permanencia no debe extrañarnos ya que en Orfeo cristaliza la esencia misma de la ópera: el poema y el canto, lo divino y lo humano, la fuerza y la duda, la felicidad y la desesperación absoluta recorren el mito del semi-dios (en tanto que hijo de Apolo) que se enfrenta a los Infiernos con el fin de recuperar a su esposa perdida. Orfeo es la ópera. Centro de las reflexiones neoplatónicas de los humanistas de los siglos XV y XVI, Orfeo encarna su voluntad de conciliar el pensamiento griego y la teología cristiana. Un vínculo directo une a la Academia de Florencia y Marsilio Ficino, cantor órfico, y a su alumno Angelo Poliziano (autor de la primera traducción teatral del mito, La Favola di Orfeo, representado en Mantua en 1480 con fragmentos musicales), con L’Orfeo, la favola in musica de Monteverdi, que se presenta en Mantua ante los miembros de la Academia degli Invaghiti. 
Después de asistir en compañía de su maestro de capilla a las bodas de Enrique IV y Catalina de Médicis en el Palacio Pitti, y a la representación de la Euridice de Peri sobre libreto de Rinuccini, el 6 de octubre de 1600, el duque de Mantua debe responder al desafío de los florentinos. Confía la tarea a Monteverdi, presente en la corte de los Gonzaga desde diez años atrás, y por supuesto sobre el mismo tema. 
Orfeo cristaliza la esencia misma de la ópera: el poema y el canto, lo divino y lo humano, la fuerza y la duda, la felicidad y la desesperación absoluta... 

Euridice resulta pálida en comparación con su brillante sucesor. Pero hay que conceder a Peri la paternidad de la primera transposición del parlar cantando a un drama enteramente cantado, sea por solistas o coros, donde la música se amolda al ritmo de la palabra. Sin embargo se ha dicho que Peri “ilustra el drama, mientras Monteverdi lo recrea”. El texto conserva la prioridad sobre la música, que no participa directamente en el drama. Como anécdota, Rinuccini se tomó ciertas libertades con el mito: Eurídice puede regresar a la luz sin condiciones, lo que permite a Orfeo recuperarla sin grandes riesgos. Para celebrar una boda real ¡era preferible optar por la prudencia! 
El libreto fue encargado a Alessandro Striggio, hijo del compositor, diplomático en la corte de los Gonzaga, intérprete de viola y libretista. Este poeta de talento remata la empresa de transformar el mito de Orfeo en simple, y sublime, aventura fabulosa, ampliamente esbozada por los intelectuales del Renacimiento. Una sola constante: como en el mito original, y como en Virgilio, Eurídice no es la Arlesiana, pero casi. Objeto de un amor desmesurado, objeto del error de Orfeo, objeto sin más, limitado a dos breves apariciones, relatada (por la Mensajera o por los pastores) y no “relatora”. Como Ovidio y Rinuccini, Striggio borra el primer episodio del mito inicial, un poco escabroso para una pastoral: el pastor Aristeo acosa a Eurídice y causa indirectamente su muerte. En Striggio, Eurídice coge flores para trenzarse una corona. Toda esta parte, que habría podido constituir un primer acto dramático tan fuerte como los siguientes, es transformado por Striggio en una pastoral bucólica, que va precedida de un Prólogo. La acción no arranca verdaderamente hasta el transcurso del segundo acto. A pesar de que esta construcción puede parecer extraña a nuestros ojos, no hay nada de sorprendente en ella: la pastoral era entonces el espectáculo escénico y madrigalesco por excelencia. ¡Qué fácil sería reprochar a Monteverdi esta pastoral, cuando algunos años más tarde Gluck y Calzabigi esquivan el peliagudo problema dramatúrgico iniciando la historia una vez que Eurídice ha muerto!
Otra diferencia: en el mito original lo que está prohibido, tanto a Eurídice como a Orfeo, no es mirarse el uno al otro, sino hablarse (difícil para una ópera...) y sobre todo mirar al fondo: a los Infiernos, a la verdad revelada. No transgredir lo prohibido reservado a los dioses. No saber. En Striggio, el error de Orfeo es ante todo humano: no aceptar la decisión de los dioses, dudar, volverse para verificar la presencia de Eurídice. Orfeo ya no es un mito: es un hombre, un poeta músico cuyo único objetivo es Eurídice, a la que pierde por exceso de amor y de debilidad. Al final, una vez que ha regresado a Tracia, Orfeo evita el amor de las mujeres, pero no hasta el punto de preconizar la pederastia, como en Ovidio: no es despedazado por las bacantes sino que se reúne con su padre Apolo en apoteosis celestial pues la naturaleza ya no responde a sus cantos. Este es el final feliz de Monteverdi en la edición de 1609, pero no es exactamente el de Striggio. En el libreto, el poeta había imaginado la aparición de las bacantes y su intento de matar a Orfeo se resolvía por la aparición de Apolo. ¿Es necesario aclarar que éste es el dios de la Música? La misma Música que abre el drama en el prólogo. 

La arquitectura del drama 

L’Orfeo consta de cinco actos y un prólogo. Una fanfarria inicial en do mayor, de quince compases (que será retomada en las Vísperas de 1610) es interpretada tres veces para convocar a los espectadores. El Prólogo se inscribe en la tradición de la dedicatoria de las fiestas principescas. Es importante observar que si el Prólogo de la Euridice de Peri ponía en escena a la Tragedia, el de Monteverdi hace intervenir a la Música, en un canto estrófico puntuado por un ritornelo orquestal. Descendiendo del Parnaso, es ella quien va a guiar a los mortales en su periplo al lado de Orfeo. Desde el principio de la ópera la Música accede de esta forma a un rango decisivo: el de narradora. 
Dos creadores libres de toda referencia, y en consecuencia de toda coacción, trazan en Orfeo una arquitectura muy elaborada que obedece a una organización concéntrica constante. Cada acto se articula alrededor de una escena central, donde culmina la expresión de una mutación dramática y de una fuerte emoción: en el primer acto, el arioso de Orfeo “Rosa del ciel, vita del mondo”, himno a Apolo y al amor; en el segundo, la irrupción de la mensajera y su relato; en el tercero, el aria de seducción de Orfeo, de la que trataremos más adelante ya que es el modelo del canto monteverdiano; en el cuarto, la escena del regreso; por fin, en el acto quinto, la ascención de Orfeo y Apolo. Alrededor de estos pivotes, la organización de las escenas, justificada siempre por el contexto dramático, obedece también a esta construcción en arco y alterna juiciosamente los momentos de tensión y reposo: así, en el primer acto, después de la exposición de un pastor, el coro “Vien imeneo”, la invocación de una ninfa, el coro “Lasciate i monti”, el arioso de Orfeo, las repeticiones del coro “Lasciate i monti” y “Vieni, imeneo” y pastores. Y al final de cada acto, un coro expone la conclusión moral o el comentario final. 
De la misma manera puede decirse que la obra en su conjunto adopta una construcción concéntrica: alrededor del núcleo lírico que constituye la súplica de Orfeo a Caronte, los dos actos vecinos (II y IV) son los episodios centrales del drama: la muerte de Eurídice y su pérdida definitiva, la segunda muerte después del regreso. En cuanto a los dos actos extremos, de inspiración pastoril, suponen la glorificación de Orfeo como futuro esposo y como divinidad cósmica cuando al final, ya se ha visto, Apolo responde a la invocación inicial de la Música. Así se comprende que, lejos de debilitar la fuerza dramática de la obra, estos dos actos pastoriles, necesarios para la función de divertimento cortesano que tenía L’Orfeo, fueron habilmente concebidos como arbotantes indispensables para su equilibrio. 
El nuevo arte del canto 

“¿Cómo podría yo imitar el lenguaje de los vientos, si no hablan? Y en esas condiciones, ¿cómo podría mover los afectos? Ariadna me conducía a un justo lamento y Orfeo a un justo ruego, pero esta fábula, ¿a qué puede llevar?”. Respondiendo de esta manera a Alessandro Striggio, que le proponía un libreto titulado Le nozze di Tetide, Monteverdi define en una brillante fórmula la esencia misma del nuevo arte del canto: solamente el canto aliado a la palabra puede provocar emoción. Este pasaje dota de una dimensión religiosa al personaje y al mito de Orfeo, oponiéndolo a la ópera L’Arianna, escrita poco después de la muerte de su esposa y perdida hoy, salvo un célebre lamento. Puesto que el canto imita el relato dramático, y éste es móvil, ha de ser flexible y variado. Por tanto Monteverdi utiliza todas las formas vocales entonces en uso y se sirve de L’Orfeo como un laboratorio del nuevo arte del canto, cuyo emblema es la súplica de Orfeo. 
En el Prólogo la Música canta un aria estrófica de estructura diáfana y utiliza en cada estrofa el mismo material musical, sobre el mismo bajo, puntuado por ritornelos orquestales. Y sin embargo, en cada inflexión de los affetti del texto Monteverdi construye una progresión en la que la expresión musical se aparta por instantes de la melodía, dentro de una simetría cuyo punto neurálgico es la tercera estrofa, cuando la Música describe el canto acompañado por la lira. Sigamos la obra: el primer canto de Orfeo es un recitativo que evoluciona rápidamente hacia el arioso (“Rosa del ciel, vita del mondo”); el segundo (en el acto II) es una canción estrófica puntuada por ritornelos y sobre un ritmo de música medida a la antigua traído de Flandes (“Vi ricorda, o boschi ombrosi”). Sigue el relato de la Mensajera: el recitativo es lo más apropiado para acompañar episodios dramáticos, y así se hará en toda ópera posterior. Solamente el organo di legno y el chitarrone acompañan (tras el efecto extraordinario del “è morta” sobre una tercera descendente y el “Ohime” de Orfeo) un recitativo de libertad armónica extrema, como toda la escena, en el más perfecto estilo representativo. 
En el tercer acto viene la famosa aria de Orfeo “Possente spirto”. Monteverdi hizo dos versiones, una sobria y otra ornamentada con gran precisión. Esta segunda versión es una filigrana difícilmente accesible a un cantante modesto. ¿Preparó Monteverdi este material para una interpretación más sencilla que la de Mantua o quiso proporcionar a un Orfeo ideal el esquema melódico del aria para facilitar su aprendizaje? Sea como fuere, la versión ornamentada parece imponerse en boca de un personaje que a toda costa debe hechizar —en el sentido más profundo del término— a Caronte. 
Ante este canto resplandeciente, puntuado por ritornellos orquestales ligados íntimamente al texto, todo queda eclipsado. Incluso el acompañamiento instrumental, de gran neutralidad salvo las breves puntuaciones de dos instrumentos (violines, cornetas y luego arpas). Este canto tan ornamentado con la técnica de la disminución, ya un tanto pasada de moda, lo atribuye Monteverdi siempre a las divinidades. Sin embargo la alternancia entre el canto y el conjunto instrumental se va estrechando progresivamente, y paralelamente la voz renuncia a las vocalizaciones para terminar con un arioso muy poco adornado. ¿Qué significa esta progresión? Como ha demostrado acertadamente René Jacobs, después del cantar passeggiato descrito más arriba Orfeo utiliza el cantar sodo, o canto directo, acompañado por la lira (“Sol tu nobil dio”). Más tarde, cuando Caronte se siente supuestamente “halagado” pero aún no misericordioso, el cantar d’affetto con vibrato, contrastes de timbre y de dinámica (“Ahi, sventurato amante”). Así, el bel canto, aconsejado por la Esperanza al comienzo del acto, vence a Caronte... y a los miembros de la Academia reunida en el estreno de Mantua, subyugados por el talento de Monteverdi.
Después de esta cumbre vocal los demás cantos de la obra podrían parecer insulsos. Nada de eso. ¡Monteverdi se reserva más de un efecto armónico! En el cuarto acto, el canto alegre de Orfeo, en tres estrofas similares pero no idénticas, es interrumpido brutalmente (al igual que en el segundo acto cuando irrumpe la Mensajera) por un acorde menor que introduce la duda, esa duda que hará volverse a Orfeo. En ese momento el discurso musical se hace inestable —como el héroe—, cada vez más cortado y precipitado, para desembocar en un brusco silencio (órgano solo): Orfeo se da la vuelta, ve a Eurídice, otro breve silencio, y el grito punzante (ruptura armónica) acompañado por el regreso de los instrumentos. ¡Y qué decir de la breve intervención de Eurídice, desgarradora, como ese encadenamiento armónico en torno a las palabras “vista troppo dolce”! Al comienzo del quinto acto figura otro ornamento del canto monteverdiano, el aria con eco. 
La mayor creación de Monteverdi no reside por tanto en las formas vocales que utiliza, todas ellas presentes en sus contemporáneos o predecesores cercanos, sino en el estilo melódico, tratado exclusivamente en función de su relación con la palabra, desde el recitativo hasta el arioso y el aria. Cada inflexión cromática, cada modulación, obedece no a un concepto estético de la melodía sino a lo que el texto sugiere. Se trata de una “transfiguración de la palabra en melodía mediante el sonido puro, una recreación de la vida de la palabra a través del sentimiento que transporta; sin limitarse a la sonoridad de la palabra, a su significado, muestra que se puede traspasar su aspecto puramente físico para alcanzar las raíces de su esencia espiritual” (Guido Pannain, citado por Leo Schrade). El stile recitativo había encontrado su maestro, al transformar el parlar cantando de los florentinos en una perspectiva esencialmente teatral y ya no dogmática. 

Coros y sinfonías: los otros elementos dramáticos 

El canto solista es el elemento destacado con más frecuencia en L’Orfeo. Pero hay que observar igualmente el nuevo papel atribuido a los coros y a los ritornelos orquestales. Estos también son motores del drama, aunque los ejes dramáticos de las escenas centrales no les conciernan. 
Comentando y a veces anunciando sutilmente peripecias futuras, los coros de L’Orfeo, recuperan —como la declamación cantada— el modelo antiguo: los coros de las tragedias griegas. A lo largo de los actos hay numerosos ejemplos de ello, unas veces evidentes, otras más sutiles. En el primer acto hemos visto que dos coros encuadraban de forma simétrica el canto de Orfeo. El acto concluye con otro coro en tonalidad mayor, lógica por la alegría pastoril que hay aún en la obra. El segundo acto contiene dos intervenciones de Orfeo: la primera, antes de la catástrofe, es introducida por un coro mayor; la segunda concluye la desesperación de Orfeo en menor, subrayando el giro dramático de la acción y reafirmándolo incluso al repetir ese coro menor al final del acto. En el acto III aparece un solo coro, el de los espíritus infernales, en una tonalidad mayor que podría parecer ajena a los infiernos si no fuera porque Orfeo ha vencido a Caronte y conserva aún en el recuerdo los ánimos de la Esperanza. Aquí el texto es francamente filosófico, en la línea directa del coro de la tragedia. En el acto IV, como en el II, dos coros enmarcan las peripecias, reforzando con su presencia y su tonalidad la impresión de confianza (“Pieta de oggi et Amore trionfan ne l’Inferno”, en mayor, después del diálogo de Plutón y Proserpina), y luego de desesperación (“È la virtute un raggio”, en menor, tras la escena del regreso). 
De igual manera, los ritornellos y sinfonías orquestales cumplen un papel esencial como comentario y elemento auxiliar del drama. Citemos los ejemplos más relevantes. En el acto III, los breves ritornellos que enmarcan el canto de seducción de Orfeo secundan no sólo su vocalidad sino también sus sentimientos: primero, violines para la invocación de la divinidad, cornetas tras la evocación de la muerte, y arpa cuando se acaba de mencionar a Eurídice. El último acto ilustra aún mejor esa función sutil: el ritornello pastoral del primer acto acompaña el regreso de Orfeo a Tracia. El drama ha aniquilado a Orfeo pero el paisaje pastoril es el mismo. Además la Naturaleza, sorda a los cantos de Orfeo, parece burlarse de él a través del Eco. También la sinfonía de los Infiernos se repite, pero interpretada por la cuerda: para Orfeo el Infierno está desde ahora en la tierra. 
La orquesta de Orfeo 

La portada de la primera edición de L’Orfeo parece indicar con precisión la plantilla necesaria para su ejecución: Duoi Gravicembali, Duoi contrabassi de Viola, Dieci Viole da brazzo, Un Arpia doppia, Duoi violini piccoli alla Francese, Duoi Chitarroni, Duoi Organi di legno, Tre bassi da gamba, Quattro Tromboni, Un Regale, Duoi Cornetti, Un Flautino alla Vigesima seconda, Un clarino con tre trombe sordine. En el aspecto instrumental Monteverdi utiliza toda la paleta sonora de la orquesta renacentista y de principios del Barroco. Pero si es relativamente preciso al comienzo, en lo sucesivo será poco locuaz al indicar qué instrumentos deben tocar en cada momento. Además, esa lista inicial está incompleta. Al comienzo del acto III el autor señala la entrada de cornetas, trombones y regal, lo que invita a sobreentender que antes habían estado ausentes. En efecto parece evidente, y así se ha establecido en las interpretaciones modernas, que hay dos grupos de instrumentos asociados a los decorados principales de la obra: cornetas, trombones y regal para los Infiernos; violines, clavecines, laúdes y flautas para las escenas pastoriles. Dos grupos a los que conviene añadir trompetas para la fanfarria inicial. Este deseo de diferenciar el decorado sonoro de cada mundo se vuelve a encontrar también en los timbres vocales: los coros pastoriles son mixtos, mientras los coros infernales se asignan exclusivamente a los timbres oscuros de los hombres (¡es de sobra sabido que en el infierno no hay mujeres!). 
Algunos instrumentos merecen una mención particular: es el caso del organo di legno. Gracias a sus tubos de madera es un órgano de timbre muy dulce, que acompaña en particular el lamento de Orfeo tras la muerte de Eurídice. El regal, órgano de lengüetas vibrantes de cobre, produce un sonido agresivo, sarcástico, ideal para acompañar al personaje de Caronte. El arpa doppia requerida por Monteverdi es un arpa de dos o tres hileras de cuerdas utilizada desde 1600 generalmente como continuo, pero elevada aquí al rango de solista virtuosa. 
“Se representa la favola con tan gran placer de cuantos la escuchan que no contento el señor príncipe con haber estado presente y haberla escuchado muchas veces en los ensayos, ha ordenado que se represente otra vez, lo que se hará hoy con la intervención de todas las damas de esta ciudad”. Francesco Gonzaga. 1 de marzo de 1607 

La instrumentación de L’Orfeo plantea una vez más la cuestión de la fidelidad a las fuentes en la interpretación. Si es evidente que ciertas indicaciones de Monteverdi (en general las relacionadas con la expresión de los affetti del texto) deben respetarse para no caer en contrasentidos, por el contrario el continuo, para el que el compositor no indicó nada concreto, debe obedecer al principio de la improvisación permanente, subrayando la línea del bajo e imaginando a la vez las voces intermedias. El trabajo de los intérpretes actuales se apoya tanto en el conocimiento de fuentes teóricas sobre la realización del bajo continuo como en la inteligencia dramática. Por no hablar de los problemas acústicos: ¡pocas salas pueden hoy vanagloriarse de causar el mismo efecto acústico que la galleria del palacio de Mantua! 
Como Orfeo, Monteverdi trazó un camino hacia lo desconocido, consciente de crear un arte nuevo que debía exponerse a plena luz. Pero el fracaso de Orfeo no fue compartido por el compositor: L’Orfeo es la victoria de la humanidad de los personajes sobre la mitología, victoria del recitar cantando sobre la recitación académica, victoria de la exigencia formal sobre la sujeción total de la música a la prosodia. Sobre todo, L’Orfeo es la obra milagrosa de un compositor en el que la modestia se alía con la certeza de la creación, un compositor en estado de gracia que legó a la posteridad un milagro de equilibrio por siempre fecundo. 
Traducción de Beatriz M. del Fresno 

Comentarios

Entradas populares